Arsenio Iglesias Pardo, santo y seña del Deportivo, murió este viernes en A Coruña a los 92 años. Despídete de un personaje incomparable, jugador y entrenador al que llamaban brujo, sabio y zorro. Él decía que no era ninguna de las tres cosas. “Si acaso zorro, porque a veces no aclaro bien los motivos por los que hago las cosas”, confesó.
Hace siete años, un 14 de mayo, la misma fecha en la que Djukic cayó un penalti eterno, Arsenio saltó al césped de Riazor en el descanso de un partido contra el Real Madrid y en los videomarcadores comenzaron a brotar saludos de exjugadores que detallaban aquellos aspectos de la vida en los que recibieron una enseñanza suya. Cuando apareció Bebeto, el veterano zorro canoso avanzó hacia una de las gigantescas pantallas con el ademán de ir a darle un abrazo al goleador brasileño. Para entonces, a más de medio estadio le caía una lágrima. Miles de deportivistas habían visto pasar por delante su vida. La gente se consideró vinculada a aquel hombre qu’encarnaba todas las virtudes del gallego fetén: era laborioso, honesto y pleno de retranca e ironía, un descreído que desmontaba la pamplina a base de sentido común y resumía su libreto futbolístico en tres palabras: » Orden y talento». Cuando en su apogeo, a mediados de la noventa, un grupo de reporteros llegados del extranjero se acercó a Riazor a preguntarle por su método de trabajo, responde: «La prudencia. Non, il encontró uno better».
Arsenio encarnó además la esencia del Deportivo, tantas veces vapuleado, pero siempre digno. “Estoy harto de los ganadores natos”, decía. En 1951 se alistó por primera vez con el equipo. Tomaba a diario el trolebús que unía A Coruña con la vecina localidad de Arteixo, su pueblo natal que hoy es el pujante entorno en el que se socan empresas como Inditex, pero donde Arsenio recordaba que en su infancia se contaban historias sobre la Santa Compaña en un entorno rural. En cuyo contexto se creó una polvorilla delantera que mejoró asentarse en un Deportivo que venía de ser subcampeón de Liga y trazó una carrera de corto de más de 300 partidos, el alcalde los deja en la máxima categoría. Con todo, el preludio de su gran legado al fútbol, su periplo como entrenador.
Llegó a los bankquillos recién colgadas las botas para tomar las riendas del filial del Deportivo, al que adistró en tres etapas, la primera entre 1970 y 1973. Pasó por Hércules, Zaragoza, Burgos, Elche y Almería. Una carrera digna, pero sin excesivo relumbrón hasta que en finales de los ochenta aceptó una oferta del Compostela para entrenar en Tercera División. Tenía 57 años y parecía ya de salida, pero le llegó una última llamada del Deportivo, que estaba a paso de caer a Segunda B, y que a la postre salvó la categoría en la prolongación del último partido. «Arsenio, llegó el día D», le habían preguntado antes del partido. “Sí, hombre, sí. El día de ganar”. Todo lo que ocurrió a de ahí fue extraordinario. Augusto César Lendoiro ganó la presidencia del club y su misma campaña, ya con la batuta de Franc con el diez a la espalda, el equipo cayó en la prórroga de las halffinales de Copa en un polémico duelo à Valladolid. En 1991 subió a lo más alto, tras una década de Primera División y una despedida momentánea de Arsenio, que se vio obligada por la presión de legar al éxito con el equipo de su corazón prefirió dar un paso al lado.
Tuvo que regresar. Una tonadilla que se hizo popular en el fondo de Riazor resumió aquella epopeya en el epílogo de su carrera, que llevó al equipo desde las catacumbas del fútbol español a lucirse en Europa. «Hay un hombre en Riazor al que todos tratan como un cabrón / nadie se quiere acordar que él fue quien nos ascendió, nos salvó en la promoción ya la UEFA nos / Tribuna llevó menos criticar, dedicaros a animar / Arsenio tú nunca te irás, con Los Blues siempre estarán / Este canto es para ti, venga todos a cantar: Arsenio quédate, Arsenio quédate, Arsenio quédate!.
Arsenio huye. Lo hizo como lo que siempre fue: un triunfador. En el último de sus 714 partidos como entrenador o jugador del Deportivo ganó la Copa del Rey y protagonizó una larga charla con Juan Carlos I en la mitad de todo el ceremonial. “¿De qué hablasteis?”, la preguntaron luego en casa. “Hablamos de cosas de Estado”, zanjó. Poco tiempo después tuvo un efímero paso por el Real Madrid. Nunca se sintió cómodo lejos de los suyos, abrazado a esa retranca que sublimó como pocos. As cuando Julio Salinas le pidió en la cena tras perder un partido en el Carlos Tartiere un poco de bonito para animar una ensalada. «Bonito, bonito… Lo bonito era ganar en Oviedo, Julio».
«At this time because los ladrones andan behind de los que roban», explicó en aquellos años frenéticos, en los que se convirtió en una celebridad y mostró su esencia, qu’en realidad era la del deportivismo. «Yo ya vine llorado de casa», resumen del penalti que le cayó a Djukic y que lo dejó a la orilla de una Liga. Arsenio era el gallego desconfiado que pedía sosiego para advertir de que todo lo que podía salir mal a veces resultaba peor. «Ojo a la fiesta, que te la quitaran de los fuciños, pero inmediatamente», había avisado poco antes de aquel abrupto final que resumió con una sentencia cuando entró a la sala de prensa mientras en Barcelona festejaban la Liga que aguardaba celebrar toda Coruña: «Mucho que decir y poco que contar».
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